Como el oro; paredes amarillas, luminosas y profundas. Entablados pintados de color blanco, no el de nostalgia, sino el de alegría. Puertas de madera del mismo sentimiento y cristales. La luz del sol y la brisa entran al salón y a mi alma por dos ventanas amplias que dan al patio tranquilo, que tiene un pozo antiguo y adoquines tallados con su musgo durmiente, ahí soñando.
Desde el pupitre chino, en el salón, disfruto de una vista prestada: un enorme y venerable castaño que señorea más allá del patio y- cambiando de color según la estación- me acompaña, hasta desnudo, en mi soledad de poeta. Generosamente, acoge, entre sus brazos y hojas, muchos pájaros que, a veces, veo y, con mi corazón, largamente y con deleite, ausculto cantar. ¿Expresan el gozo de la vida que fluye?
El pequeño esbozo, a la sangría, de Eros, niño y travieso, hecho por mi primo Fernando, colgado en la pared, encima de la pequeña mesa de teca, para comer, venida de Indonesia. El sofá de mimbre, pintado de blanco, para sentarse y platicar, o soñar, bajo el “ Eros Dormido” ; pintura al óleo, firmada, también, por mi primo -esta vez- con nuestro apellido común: de la Jara. Sobre el parquet, viejo de tantos siglos, el kilim de Turquía, en colores pastel y- desentonando- un poco de negro, en uno de los extremos; “contra el mal de ojo”, como me explicó el mercader en Estambul. En el pupitre, dinastía Mao, la lámpara de papel Japón: luna llena sobre un mar que la refleja y destella. La piedra de letrado del lago Tai Wu, obsequio de mi maestro de caligrafía y pintura en la China.
Por ahí – estéticamente incómodos – los teléfonos me sirven para conversar con amigos dispersos por el mundo y, así, abolir, en parte, las distancias.
El dormitorio con una gran ventana serena, abierta al cielo y de donde veo fluir al Sena ondulado por el viento, llevando sus poemas. Sobre el muro norte, mirándome y bendiciendo, el Cristo de Aghía Sofía, que compré a un ambulante en las calles de Constantinopla. El abanico oval de seda china, pintada: plantas acuáticas y un pato mandarín sin pareja; detrás, la caligrafía de un poema; obra y obsequio de Ye Hongping, mi mismo maestro, en la antigua ciudad de Suzhou. La pequeña alfombra o tapiz de oriente -de tantas oraciones, quizás- con su árbol de vida en fondo índigo, invitando al vuelo. La vieja fotografía de un joven birmano, sentado sobre una roca, con un turbante en la cabeza y el esbelto cuerpo cubierto de tatuajes tradicionales; así interiorizado y por los símbolos protegido. Ojos almendrados, negros y de suave resplandor; nariz perfilada, labios curvilíneos e inocentes. Un puro en la mano derecha y una espada en la izquierda. ¡Bello, robusto y frágil! Sensual y lejano. ¿ Imaginaría el muchacho que esta imagen la contemplaría en mi alcoba, cien años después? La otra vieja fotografía del tranquilo fabricante de sombrillas japonés retocada con acuarela, delicadamente, para apoyar el sentimiento, transportando al pasado plácido y otro mundo, donde ya me pierdo embelesado, cabalgando un fénix, entre nubes perfumadas y violetas. La antigua imagen china sobre seda, con la pagoda en las colinas y el apacible río bajo el puente con su transeúnte anónimo, casi imperceptible, ¿adónde irá?. No son pinceladas, como parecen, sino bordados y no con hilos negros y de plata, sino con cabellos negros y canas. El “Mac” portátil, blanco y estético, que en Grecia – como en un mercado de esclavos- me pidió, el mismo, que lo comprara y, ahora, me sirve con suavidad y fineza; un fino trapo de seda azul, de Tailandia, cubre su desnudez cuando descansa, apoyado sobre la consola colonial de la India, que adquirí en la tienda persa de antigüedades en París. Sobre la misma, se encuentran, también, las fotos de mis padres; que en paz descansen, Mamá. Sobre mi cama (con su futón sobre tatamis con motivos tradicionales bordados sobre los bordes), la lámpara de papel japonés, artísticamente trabajado, cuelga delante del muro tapizado con corteza de bambú encantador.
¡ Ah, y, en el salón, las “piedras de sueño” : dos de Toscana, que parecen sugerir apacibles y dulces paisajes de Italia, en colores grises y ocres; las otras, las traje de Da Li, en la China, evocando montañas y brumas, donde vago y me olvido de regresar! ¡ Y tantas otras cosas antiguas y bellas que apreciar con los sentidos y saborear con el alma!
En la cocina, la fotografía de la niña de Sikkim en cuclillas, sacando agua de la fuente y, también, la imagen del joven pescador desnudo, con sus pescados pendiendo de ambas manos, y la de los niños boxeadores, ambas de Santorín o Thera; milenarios.
¡Varios siglos de vida, recibiendo gente, con sus vidas, una tras otra, y permanece cuidada, arreglada, digna, con sus ventanas y silencio; la casa!
También, la noble escalera de madera, centenaria, usada y, semanalmente, encerada, desciende y asciende al mundo de los sueños.
Junto a la puerta de entrada y salida del departamento, he pegado un pequeño papel, donde he escrito, en francés, una frase de Lin Yu Tang: pourquoi ne pas flâner?
Seis meses aquí; el resto en Asia ¿ y Grecia ? Todo suspendido, flotando…
Recinto de paz, rodeado de agua y con varios puentes; luminoso, tranquilo, en medio del mundo ruidoso, donde se calman mis pasiones y se transforman; la morada de la Isla Saint Louis. La cuido, la limpio, la acicalo, la adorno, la admiro y, deslumbrado, la halago. Hoy la alquilo yo. ¿ Mañana quién? ¿ Y antes?…Me alberga, no me encierra; delante habito y pasan los días, abriéndome al infinito…
París, verano del año 2007.